miércoles, 10 de noviembre de 2010

CARÁCTER HISTORICO DE LA NOCION DE LA LITERATURA PARTE II

Otras teorías
Frente a las teorías que consideran a la Literatura como una manera de conocimiento, se han elaborado otras muchas cuya influencia y persistencia han sido diferentes. Esquematizamos a continuación las más significativas.
El extremo opuesto de la teoría cognoscitiva literaria lo constituye el Ilusionismo. Según esta teoría, las experiencias estéticas, en especial las poéticas, se producen, lejos de la realidad, en un mundo de ilusiones, de apariencias y de imaginación.
No podemos decir que esta teoría fuera nueva ya que había surgido en los orígenes mismos de la poética occidental, en las obras de Gorgias y de los sofistas. Poco conocida durante muchos años, vuelve a aparecer con algunas modificaciones justamente en la primera mitad del siglo XX. K. Lange (1855- 1921), por ejemplo, explica que la experiencia poética consiste en una ilusión consciente.
Otra teoría próxima a la ilusionista es la que considera la experiencia poética como un tipo peculiar de juego[7]. A mediados del siglo XIX, Herbert Spencer (1820-1903), fiel a su evolucionismo darwiniano, esbozó una teoría de lo bello partiendo del análisis del sentimiento de placer o desagrado. El placer, según él, reside en el máximo estímulo logrado con un mínimo esfuerzo. Spencer ve la razón del juego y su analogía con el arte en el uso libre de las fuerzas sobrantes de los procesos vitales.
Puede decirse que esta teoría nació con Aristóteles, y, a través de Santo Tomás (1225-1274), Kant (1724-1804) y Schiller (1759-1805)[8] llegó a Nietzsche (1844-1900). En la segunda mitad del siglo XIX fue adoptada por algunos psicólogos ingleses y, luego, por varios estetas alemanes que la reelaboraron con cierta originalidad. K. Lange (1855-1921) y particularmente K. Groos (186 1-1946) han defendido que la eficacia del goce estético es, como en el juego, una «consciente autodecepción» (1892: 36). En la actualidad ha vuelto a ser reconsiderada aunque desde presupuestos teóricos distintos (R. Núñez Ramos, 1992).
George Bataille (1897-1962) en su obra La literatura como lujo (1993) plantea la cuestión de la gratuidad de la literatura o, en palabras de Jordi Llovet, de la «idea de la literatura como gasto improductivo, en contraste con lo que se entiende por producción de bienes materiales en una sociedad moderna» (1993). La reflexión de Bataille sobre la creación literaria gira en torno a tres conceptos claves: «fiesta», «soberanía» y «sacrificio».
María Luisa Pratt defiende que la función de la literatura es distraer, e insiste en que los relatos literarios deben ser concebidos como un tipo de «textos narrativos de diversión», una clase que comprendería todos los relatos de sucesos presentados como insólitos, interesantes y destinados a distraer. En ellos, el destinatario debe reconocer que la pertinencia del relato se sitúa, no en la información que transmite, sino en que es «contable» (1977: 148).
Los relatos literarios están favorecidos por unos signos externos -edición, crítica literaria, enseñanza-, por «un principio de comparatividad superprotegida», que permiten al lector esperar una comunicación interesante. Esta comunicación es posible si el interlocutor coopera y si su respuesta es pertinente.
La «teoría de la empatía» defiende que la experiencia poética consiste en la transferencia de los sentimientos del poeta al poema. Atribuye al texto, por lo tanto, lo que éste no posee previamente en sí mismo. El poema produce una «resonancia psíquica» que implica y genera una peculiar satisfacción.
La «teoría de la contemplación» sostiene, por el contrario, que, en una experiencia poética, el placer que sentimos no se deriva, en modo alguno, de nosotros mismos, del sujeto, sino del poema, al que nos sometemos y del que aprehendemos su belleza.
La «teoría de la euforia» identifica la experiencia poética en la resonancia afectiva y rechaza el valor del componente intelectual. Se produce, afirma, cuando nos detenemos ante el umbral del pensamiento. Recordemos, por ejemplo, las creaciones y las explicaciones de Paul Valéry e, incluso, las de Henry Brémond. A la poesía sólo le queda «un encantamiento indefinible».

LA LITERATURA COMO CREACIÓN LINGÜÍSTICA
Si la creación literaria se define por su índole artística y, como consecuencia, exige una consideración estética, su especificidad frente a otras obras de arte está determinada por su carácter lingüístico. Si la pintura se realiza con colores y la música con sonidos, la literatura se elabora mediante palabras pertenecientes a una determinada lengua (Aristóteles, Poética, Madrid, Taurus, 1987: 47-48).
No es de extrañar, por lo tanto, que a lo largo de la tradición se haya concebido la creación literaria como un tipo peculiar de discurso verbal, y que se haya concedido especial relevancia a todos los elementos formales. García Berrio señala que «examinando el contenido del Ars horaciano descubrimos, como una constante reiteradísima, la atención preferente por conocimientos caracterizables en conjunto como formales» (1978: 429), aunque advierte, seguidamente, que Horacio también concedió importancia a los elementos pertenecientes al plano del contenido. Fueron las paráfrasis elaboradas en la época renacentista, probablemente procedentes de corrientes cristiano- medievales, favorables al saber, al contenido ideal, a la filosofía, las que -según García Berrio- impidieron que cristalizara un reconocimiento teórico formal de la obra literaria. Por esta razón son escasos los teóricos renacentistas que reclamaron los derechos prioritarios de la forma sobre el fondo en la poesía (Ibidem: 429 y ss.)[9]
A comienzos de nuestro siglo, los Formalistas rusos ponen el acento en los caracteres lingüísticos como criterio válido para definir la peculiaridad literaria de una obra y, en consecuencia, consideran que los textos literarios se caracterizan, ante todo, por la especial utilización de los diferentes elementos de la lengua que se emplee. «El objeto de la ciencia de la literatura -como afirma Jakobson- no es la literatura sino la literariedad, es decir, aquello que hace de una obra dada, una obra literaria» «Si los estudios literarios pretenden llegar a ser una ciencia, declara este mismo autor, deben reconocer el procedimiento como su personaje único» (1960: 19 y ss.). En consecuencia, la aplicación y la justificación de los procedimientos constituirán cuestiones teóricas y críticas fundamentales (M. Rodríguez Pequeño, 1991)[10]
Los Formalistas, que parten del supuesto de que la obra literaria es un producto verbal, defienden que el estudio de la literatura debe apoyarse en el análisis de los diferentes niveles lingüísticos de los textos y que, por lo tanto, las teorías descriptivas deben servir de instrumentos válidos para la definición del objeto de la literatura e incluso de criterio operativo para la interpretación y para la valoración de las creaciones poéticas (Fokkema, 1981, 1984, 1989; Albaladejo, 1986).
El lenguaje cotidiano -nos dirán los Formalistas- tiende a automatizarse porque la relación signo-realidad se convierte en habitual; las palabras se usan sólo como meros instrumentos y dejan de interesar como tales. El lenguaje poético pretende contrarrestar esa automatización aumentando la duración y la intensidad de la percepción mediante el oscurecimiento de la forma (A. García Berrio, 1983).
El carácter estático y puramente cuantitativo que tenía en principio este concepto de «desautomatización» fue superado posteriormente por Tynianov y más adelante -ya en la Escuela de Praga- por Mukarovsky: no es la suma de artificios lo que confiere poeticidad, sino la función de los mismos; y esta función no puede medirse únicamente frente a la convención del lenguaje cotidiano sino que ha de establecerse frente a las propias convenciones normativas de la tradición literaria y de las series extraliterarias. La «desautomatización» deja de ser así un principio absoluto para convertirse en una pauta relativa, dependiente de la función que cada elemento literario ocupa en el conjunto de normas que actualizan, normas que, además, van variando y modificándose hasta constituir un sistema dinámico de convenciones (Pozuelo, 1988 b).
El problema de la «literariedad» así planteado sirve, pues, para atraer la atención sobre los modelos de rasgos formales que serían esenciales en las obras literarias y, por el contrario, accidentales en otros textos. Estudiar un texto como «literatura», en vez de servirse de él como documento biográfico o histórico o, incluso, como formulación filosófica, significa, para el teórico y para el crítico literarios, concentrar su atención en el empleo de ciertas estrategias verbales. Los Formalistas proponían «como afirmación fundamental que el objeto de la ciencia literaria debe ser el estudio de las particularidades específicas que distinguen unos objetos literarios de otros que no lo son» (Eikhenbaum, 1927: 37). El reto esencial estriba en reconocer aquellas particularidades específicas de las obras literarias que sean suficientemente generales para manifestarse tanto en la prosa como en el verso[11]
Hemos de advertir, sin embargo, que esta concepción del lenguaje literario, como tipo peculiar del discurso, no es totalmente nueva. Si bien se trata de una cuestión que ha ocupado una posición central en nuestra época, ha sido objeto de atención por parte de las Poéticas, Retóricas y Preceptivas de todos los tiempos. Los rasgos que definen los conceptos como «desautomatización» y «desvío» están presentes ya, como indica Lázaro Carreter (1974: 35), en la antigua Retórica[12].
Esta hipótesis desviacionista, formulada explícitamente por los Formalistas y desarrollada por las escuelas estructuralistas, fue defendida también -aunque desde una perspectiva teórica diferente- por la estética idealista. Para esta escuela las «peculiaridades idiomáticas» o «desviaciones» se explican por las particularidades psíquicas que revelan. La lengua literaria es «desvío» pero, no por los datos formales que aporta, sino porque traduce una originalidad espiritual, un contenido anímico individualizado (J.M. Pozuelo, 1988a).
Esta «literariedad» posee tres rasgos fundamentales, tres elementos de su definición que constituyen, al mismo tiempo, los tres principios en los que se debe apoyar una teoría coherente y una crítica rigurosa: el de actualización -los procedimientos que llaman la atención sobre el mismo lenguaje- el de intertextualidad -las dependencias y los vínculos con otros textos de la tradición literaria- y el de coherencia -la perspectiva de selección de procedimientos y de materiales- (J. Culler, 1989: 31-43).
a) Principio de actualización
Sklovskij declara que «la lengua poética difiere de la lengua cotidiana por el carácter perceptible de su construcción» (Eikhenbaum, 1127: 45). Según Mukarovky, la lengua poética no se define, por su belleza, por su intensidad afectiva ni por su cantidad de imágenes, sino por su manera de hacerse evidente y de actualizarse (1977: 3-4).
Existen diversas maneras de llamar la atención sobre la lengua para que el lector no reciba el texto como un simple medio transparente de comunicar un mensaje, sino que se sienta atraído por la materialidad del significante y por otros aspectos de la estructura verbal. La «desviación» o la «aberración» lingüística -neologismos, combinaciones insólitas de palabras, elección de estructuras no gramaticales o incompatibles, paralelismos y repeticiones, ritmos, rimas, aliteraciones- son diferentes formas de llamar la atención utilizadas, como es sabido, sobre todo en poesía, pero que también se emplean con frecuencia en prosa.
La finalidad y el resultado de esta «actualización» constituyen lo que los Formalistas llaman el «extrañamiento», «desfamiliarización» o «desautomatización» del lenguaje, que produce la perceptibilidad de los signos en cuanto tales, de un discurso elaborado, estructurado y cerrado en el que cada elemento cumple una función predeterminada.
La imagen literaria suele ser interpretada como elemento fundamental y como señal de «literariedad» porque también sitúa los objetos y los sucesos bajo perspectivas insólitas y porque exige un esfuerzo de interpretación. Incluso las novelas realistas presentan una amplia gama de imágenes más o menos sorprendentes para despertar, para mantener la atención y para advertir sobre la naturaleza literaria del texto. En otro plano, la perspectiva narrativa que se adopte, también contribuirá, en gran medida, al efecto desautomatizador.
Debemos advertir, sin embargo, que esta «desviación» y su efecto «desautomatizador» se marcan en el nivel lingüístico, no sólo por medio de figuras o de combinaciones insólitas, sino también por un lenguaje «peculiar», mediante el uso de fórmulas arcaicas o innovadoras, de términos y de expresiones aceptados como literarios. Cada lengua posee ciertas palabras y ciertas construcciones que indican que estamos situados en el ámbito literario. La parodia y la destrucción de este mismo lenguaje señalan también que se trata de un discurso literario.
Creemos, insistimos, que no podemos limitar la «literariedad» de un texto a los procedimientos lingüísticos, ya que todos los elementos o procedimientos pueden encontrarse, en textos no literarios. El mismo Jakobson reconoce que «las aliteraciones y otros procedimientos eufónicos son utilizados por el lenguaje cotidiano hablado. Se oyen en el tranvía bromas fundadas en la mismas figuras que la poesía lírica más sutil, y muchos chismes están contados siguiendo las mismas leyes que rigen la composición de las novelas...» (1973: 114).
Nosotros opinamos que el solo hecho de que un discurso atraiga la atención sobre el uso de la lengua no es suficiente para que un texto sea literario. El discurso publicitario y los juegos de palabras, por ejemplo, hacen que nos fijemos sobre la lengua sin que por esto podamos afirmar que se trata de discursos literarios. Jakobson indica una vía de reflexión, en su célebre distinción de las seis funciones del lenguaje, definiendo la función poética del lenguaje como «una focalización sobre el mensaje en cuanto tal» (1960: 353).
Esta definición retorna, al menos parcialmente, la noción tradicional según la cual el objeto estético posee un valor en sí mismo, no está al servicio de fines utilitarios, sino que posee lo que Kant en su Crítica del juicio (1790) llama «finalidad sin objetivo». Libre de las limitaciones y de las servidumbres de los discursos cotidianos, históricos y prácticos, la obra literaria se sitúa de manera diferente -ambigua-, y se constituye como estructura autónoma ligada al ejercicio de la imaginación del autor y del lector. La literariedad, por lo tanto, también incluye la idea de un discurso polivalente en el que todos los sentidos de una palabra (sobre todo las connotaciones) pueden entrar en juego, o la de un discurso portador de un sentido oculto, indirecto, suplementario, que sería el contenido más específico e importante.
La noción de la «función poética del lenguaje», por lo tanto, pone el acento en el lenguaje en sí mismo pero, no como un valor autónomo, sino como una relación específica con los otros constituyentes de la situación lingüística. Sklovskij habla de la literatura como del «camino sobre el que el pie siente la piedra, el camino que vuelve sobre sí mismo» (1919: 115).
La obra no se dirige hacia un objetivo pragmático pero esto no quiere decir que no tenga sentido; de hecho se refiere a sus propios medios, es decir, que la llamada de atención del lenguaje en el texto literario es una manera de separarse de otros contextos y de situarlo en un un ámbito de textos y de procedimientos literarios.
Se vuelve así al propósito de Jakobson según el cual los estudios literarios deben tomar el procedimiento como su personaje único, corno el protagonista, como el asunto del discurso literario.
b.- Principio de intertextualidad
Mediante la aplicación del «principio de intertextualidad» se aísla el texto de los contextos prácticos e históricos, se redefine y se sitúa el carácter específico de la literatura. Desde esta perspectiva, escribir es inscribirse en la tradición literaria, en el único horizonte en el que las obras pueden y deben ser explicadas.
Toda obra literaria es creada en referencia y por oposición a un modelo específico, y se alimenta de otras obras de la tradición, a las que trata de superar y de contradecir. Las obras están determinadas por unas formas y por unas estructuras convencionales. Sklovskij demuestra que «la convencionalidad se alberga en el corazón de toda obra literaria en cuanto que las situaciones se liberan de sus relaciones cotidianas y se determinan según las leyes de una trama artística dada» (1919: 118). Insistimos, por lo tanto, en que la forma de la obra esta determinada por las formas literarias precedentes, incluso por aquellas a las que niega.
e) Principio de coherencia
Pero la «actualización» y la «intertextualidad» no son siempre criterios suficientes de «literariedad» ya que «desvíos» y «repeticiones» se dan también en otros textos. Es sobre todo la manera de «integración» de estas estructuras - es decir el establecimiento de una interdependencia funcional y unificadora según las normas de la tradición y del contexto literario- lo que caracteriza a la literatura. Podemos distinguir tres tipos de coherencia.
En primer lugar, la que establecen las relaciones de elementos que, en otros discursos, no poseen función alguna -la rima, la aliteración o el paralelismo en la conversación normal-. En un poema, el paralelismo, por ejemplo, induce a establecer una relación semántica entre sus componentes. Donde domina la función poética del lenguaje, «la similitud se convierte en el procedimiento constitutivo de la secuencia» (Jakobson, 1960: 358) - procedimiento constitutivo a la vez para el autor que selecciona y reúne los elementos en virtud de alguna semejanza (fonológica, morfológica, sintáctica o semántica), y para el lector que debe considerar en qué medida una especie equivalente se transpone a otra.
La coherencia en un segundo nivel une a los diferentes elementos de una obra considerada globalmente. La creación literaria es un todo orgánico (Ingarden, 1973, a) y, en consecuencia, la tarea de la interpretación consiste en buscar y en demostrar esta unidad. Los Formalistas rusos hablaban de «la dominante» que se presenta bajo la forma de un elemento o de una estructura unificante (a veces una figura como el quiasmo) identificable en todos los niveles (Jakobson, 1973: 145). Lo esencial es que esta unidad determine y exija un esfuerzo para percibir cómo un elemento del texto se refiere a los otros, los transforma y crea una estructura de conjunto.
Esta unidad genera tensiones, descubre contradicciones entre los elementos o entre las estructuras a diferentes niveles. «La lengua de la poesía es el lenguaje de la paradoja», declara un representante del New Criticism americano (Brooks, 1947: 3): la literatura, por el juego de las connotaciones y por la presentación irónica de los discursos (los discursos cotidianos y los discursos de la literatura anterior), hace sentir hasta qué punto toda reducción a una posición monolítica se basa en simplificaciones. Esta presunción de la unidad hace aparecer las disonancias y produce muchos de los efectos literarios de este género.
En un tercer nivel de coherencia, la obra significa por su relación con el contexto literario: en su relación con los procedimientos y con las convenciones, a los géneros literarios, a los códigos y modelos por los que la literatura permite a los lectores interpretar el mundo. A este nivel, el texto literario ofrece siempre un comentario sobre una lectura implícita (Iser, 1972) o puede ser interpretado como una alegoría de la lectura, como una reflexión sobre las dificultades de la interpretación (De Man, 1979).
La posibilidad de leer un texto literario como una reflexión sobre su propia naturaleza y sobre el concepto de literatura hace de la literatura un discurso autoreflexivo, un discurso que, implícitamente (a causa de su situación de comunicación diferida) cuenta algo interesante sobre su propia actividad significativa. Esto no quiere decir que el texto se explique enteramente o que se domine plenamente. Las investigaciones recientes sugieren, por el contrario, que existen muchos aspectos del funcionamiento del texto que escapan a la reflexión o a la definición. En este sentido, el objeto profundo de la literatura es siempre la imposibilidad de la literatura -esta búsqueda del absoluto literario del cual la obra representa, hasta cierto punto, su fracaso (Blanchot, 1955).
Pero, para volver sobre las fórmulas más familiares que pretenden favorecer una renovación o un avance, podemos decir que la literatura es una crítica de la literatura -de la noción de literatura que hereda-, y en esto, la «literariedad» es un tipo de reflexibilidad.
Esta discusión sobre la «literariedad» oscila entre una definición de propiedades de los textos y una definición de las convenciones y de los presupuestos con los que interpretamos al texto literario. Por una parte, está claro que la noción de «literariedad» es una función de relaciones diferenciales del discurso literario y de otros discursos más, que una cualidad intrínseca. Pero, por otro lado, cada vez que se identifica cierta «literariedad», se constata que estos tipos de organización se encuentran en otros discursos. Jakobson cita como ejemplo de la función poética del lenguaje, un slogan americano de la campaña presidencial de Eisenhower en 1954, «I like Ike»: se da aquí una repetición paronomástica muy fuerte en la que el sujeto que ama y el objeto amado están completamente envueltos por el acto de amar.
Debemos tener muy presente también que una serie de investigaciones actuales -en dominios tan diferentes como la Antropología, el Psicoanálisis, la Filosofía y la Historia- han encontrado cierta «literariedad» en los fenómenos no literarios. Jacques Derrida demuestra el puesto central, nuclear, de la metáfora en el discurso filosófico. Claude Lévi-Straus ha descrito cómo en los mitos y en el totemismo se revela una lógica análoga al juego de oposiciones de la temática literaria (varón / hembra, terrestre / celeste, moreno / rubio, sol / luna).

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