miércoles, 10 de noviembre de 2010

CARÁCTER HISTORICO DE LA NOCION DE LA LITERATURA

CARÁCTER HISTORICO DE LA NOCION DE LA LITERATURA:

José Antonio Hernández Guerrero
Universidad de Cádiz


La noción de «literatura» -una de las cuestiones fundamentales de los estudios literarios- se puede abordar, bien describiendo las obras que el nombre ha ido designando a lo largo de su dilatada historia, o bien definiendo los rasgos específicos que, de manera permanente, las distinguen de otros discursos o de otros textos verbales (J. Culler, 1984; S. Wahnón, 1991 b).
Frente a los autores que niegan la existencia de criterios válidos para distinguir una estructura verbal literaria de otra que no lo es (N. Frye 1977:13), nosotros -aún reconociendo las dificultades teóricas y prácticas debidas a la extraordinaria variedad de manifestaciones a las que debe abarcar tal denominación-, pensamos que el teórico tiene la obligación de elaborar una definición nítida lo más rigurosa y lo más comprensiva posible.
No aceptamos, por lo tanto, que el concepto de «literatura» carezca de un fundamento real, ni que sea totalmente convencional y arbitrario, ni que su contenido dependa sólo de la voluntad de un determinado grupo social, es decir, que la Literatura sea el conjunto de textos que los árbitros de la cultura - profesores, escritores, teóricos, críticos, académicos- reconocen como literarios. Esta interpretación mantendría la cuestión sin resolver y nos remitiría a la pregunta inicial: ¿cuáles son los rasgos que determinan que una sociedad valore una obra como literaria?
Si la Literatura fuera una categoría arbitraria, absolutamente relativa y sin base objetiva, no serían posibles los análisis teóricos sino solamente las investigaciones históricas. Pero, en general, podemos decir que los teóricos, a pesar de las dificultades que la definición entraña, están de acuerdo en la posibilidad y en la conveniencia de formular una noción que sirva para identificar los textos que deben ser considerados como literarios y para utilizarla como instrumento metodológico y crítico[1].
Lo primero que hemos de hacer para explicar la naturaleza del concepto de «literatura» es situarlo en el contexto histórico en el que nace pues, aunque desde hace veinticinco siglos se producen obras literarias, la noción moderna de literatura data de apenas dos siglos. Hasta el siglo XIX el término «literatura» -y otros análogos en las diferentes lenguas europeas- significaba «las obras escritas». En los Briefs die neuseste Literatur betreffend de Lessing, publicados a partir de 1759, la palabra, con un sentido que ya preconiza al moderno, designa la producción literaria contemporánea. Es sobre todo el libro de Mme. Staël, De la littérature considerée dans ses rapports avec les institutions sociales (1800), el que marca el sentido moderno.
Pero sólo a partir de la crítica moderna y del estudio profesional de la Literatura, la cuestión de la especificidad de la Literatura se ha planteado de manera rigurosa. Antes del final del siglo XIX, se estudiaban los poetas antiguos al mismo nivel que los filósofos, los oradores y los historiadores. La literatura cubría, por lo tanto, un ámbito cultural mucho más amplio que el actual.
Con la instauración de los estudios específicamente literarios se plantea el problema del carácter distintivo de la Literatura, el de la delimitación del ámbito literario del extraliterario y el de la identificación de la noción de Literatura. En las siguientes líneas pretendemos esbozar unas pautas de análisis capaces de facilitar la comprensión de este objeto y de eliminar aquellos métodos inadecuados que no consideran la naturaleza peculiar de este objeto (S. Wahnón, 1991 b). Damos por supuesto que el concepto de Literatura no es estático sino que, a lo largo de la historia y en los diferentes contextos y situaciones histórico-culturales, adquiere valores y matices que son necesarios tener en cuenta.
Nosotros, apoyándonos en las definiciones más repetidas a lo largo de la tradición teórica, sintetizando los rasgos más constantes, y siguiendo las enseñanzas de los manuales más acreditados, proponemos, al menos como hipótesis, la siguiente definición descriptiva:
«Literatura es un lenguaje artístico elaborado con los medios y procedimientos de una lengua».
Esta descripción integra, por lo tanto, tres conceptos claves que, interpretados y valorados de maneras diferentes en las distintas épocas, definen la Literatura en su conjunto, identifican cada obra literaria y pueden servir para orientar las distintas actividades críticas.
Creemos que estas tres nociones -arte, lengua y lenguaje- constituyen tres rasgos esenciales y complementarios de una definición que pretende ser sencilla, científica y didáctica, y pueden servir, incluso, para establecer criterios válidos para una división de la historia de la crítica literaria. Advirtamos, de antemano, que la reflexión de nuestra disciplina se ha resentido con excesiva frecuencia de la tendencia a privilegiar algunos de dichos factores.

LA LITERATURA: UNA MANIFESTACIÓN ARTÍSTICA
Con independencia de las diferentes posturas que los teóricos han adoptado sobre el problema de las relaciones de la Literatura con las demás artes (véase J.A. Hernández Guerrero (ed.), 1990: 9-36), es un hecho incontrovertible que la creación literaria siempre ha sido caracterizada y valorada a partir de principios y de criterios artísticos. La distinción histórica entre Gramática y Retórica se apoya precisamente en esta oposición. Si la primera se propone como ars recte dicendi -el uso correcto del lenguaje-, la segunda -como ars bene dicendi- se orienta hacia la modificación del lenguaje gramatical con fines estéticos: «la delectatio» (Pozuelo, 1988: 95).
Nosotros abogamos por una explicitación de los conceptos estéticos, que, implícitos en las formulaciones teóricas y en los juicios críticos, siempre han sido operativos, ya que, en última instancia, son los que guían la creación poética y los que determinan la valoración crítica. Esta orientación está avalada por aquellos teóricos modernos que, como Bajtin, sostienen que «la primera tarea del análisis estético consiste en comprender el objeto estético en su singularidad y en su estructura puramente artísticas (estructura que en adelante calificaremos de arquitectura del objeto estético)» (1978: 79).
La Teoría de la Literatura, a nuestro juicio, debe estar apoyada en un conocimiento adecuado de las nociones que han constituido la razón y la explicación última de las obras literarias (O. Calabrese, 1987). Creemos que el desconocimiento de estos conceptos estéticos -que frecuentemente se dan por supuestos- puede ser la raíz de lamentables desenfoques interpretativos y valorativos. Debemos recordar, además, que existe una dilatada tradición de tratados teóricos sobre literatura cuya primera parte estaba dedicada a la Estética (M.C. García Tejera, 1987 b, 1989, 1990).
La noción de belleza, como es sabido, cubre diversos significados que es preciso conocer, si pretendemos interpretar adecuadamente los textos literarios y valorar las diferentes exégesis que se han hecho a lo largo de su historia. El teórico y el crítico de la literatura deben precisar, por ejemplo, el sentido exacto de la noción de «belleza» empleada en las diferentes situaciones históricas y en los distintos contextos culturales (V. Bozal, 1969, 1970). Recordemos, sólo a manera de ejemplo, que en los poemas de Homero estaba ligada a las ideas de perfección, de fuerza y de potencia; a veces aplicados a la hermosura puramente sensible, y, a veces, con un sentido moral. En ocasiones designan la gracia o el encanto corporal con independencia de otros valores espirituales.


La belleza como perfección intelectual y moral
Podemos decir que algunos de los planteamientos modernos sobre las dimensiones ética, social y política de la literatura tienen su fundamento en los principios platónicos sobre la belleza y, más concretamente, en el concepto de «armonía». Esta noción -fecunda en el pensamiento presocrático, consagrada por Pitágoras y núcleo de la teoría medieval de la ornamentación- la constituyó Platón (427-347) en principio universal de valor absoluto y trascendente, ha tenido una aplicación muy directa en la creación y en la crítica literarias a lo largo de toda la tradición occidental y, aún hoy día, signe influyendo en muchos juicios valorativos. Según Platón, la belleza se identifica con la bondad y con el bien, y la armonía es una ley ontológica que abarca la praxis humana en todos sus aspectos:
«el hombre que armonice las bellas cualidades de su alma con los bellos rasgos de su apariencia exterior, de tal manera que éstos estén adaptados a las cualidades [...], constituye el espectáculo más bello que puede admirarse» (Rep. 402d).
En Platón, por lo tanto, la Ética no se diferencia fundamentalmente de la Estética y coincide con lo que Sócrates afirma en el Teages: «Yo sólo sé una exigua disciplina de amor» (Véase también Hippias, Filebo, Fedro, y El Banquete).
Plotino (v. 204-270) -quien también identifica lo bello con el bien y con el ser, y juzga que la belleza inmaterial posee superioridad sobre la material- considera que la belleza reside en la unidad de la forma que impone la armonía a la variedad de los elementos, y que la variedad armoniosa constituye el orden. Plotino, además, entiende que los objetos son bellos por su analogía con las cualidades de nuestra alma (Enneadas).
Según San Agustín (354-430), la belleza es el esplendor del orden, y la forma de toda belleza es la unidad. Los Padres de la Iglesia griega consideran que la armonía espiritual y moral es la verdadera belleza. San Basilio el Grande (v. 330-379) y San Gregorio Niseno (m. 395), por ejemplo, hablan de ella a propósito de la Iglesia y de la virginidad.
Santo Tomás (1225-1274) en varios pasajes de sus obras relaciona la belleza con la bondad; pero advierte que la belleza se diferencia de la bondad en que en su aspecto y conocimiento hallamos deleite, siendo bellas las cosas cuya percepción misma nos deleita, y buenas todas las cosas en cuanto apetecibles (Sum.: 1-2, q. 27). En otros lugares, refiriéndose a las condiciones de la belleza, habla de la proporción, de la claridad, de la consonancia, de la integridad o de la perfección y dice que la belleza es «el orden con cierta claridad»: Ordo cum quadam claritate; definición que coincide con la concepción agustiniana.
Federico Guillermo J. Shelling (1775-1854) y Guillermo Federico Hegel (1770-1831) sostienen que la belleza es el resultado de las ideas divinas plasmadas en las formas limitadas o finitas de la naturaleza, pero mientras que Shelling identifica belleza y verdad, Hegel entiende que la belleza es el ser de la idea manifestada de una manera sensible.
Los filósofos de la escuela escocesa, siguiendo a los neoplatónicos, buscaron en el alma humana la explicación de lo bello. Thomas Reid (1710-1796) entiende, en efecto, que la belleza está en las perfecciones intelectuales y morales del espíritu, y que la de los seres sensibles es como una emanación o una imagen de ella, porque hasta los objetos inanimados ofrecen símbolos de las cualidades o propiedades del alma: fuerza, agilidad, permanencia, etc. (D. Schulthess, 1983).
Theodore Jouffroy (1796-1842)[2] que sigue a Reid de manera fiel, hace consistir la belleza en la expresión. Charles Levêque distingue dos caracteres en la belleza -la grandeza y el orden- y explica que lo bello es siempre la fuerza del alma -la extensión, la energía y la facilidad- y el orden de las cosas -la unidad, la variedad, la armonía, la proporción y la conveniencia-[3].
Francis Hutcheson (1694-1746), Víctor Cousin (1792-1867), Moisés Mendelsohn (1729-1786), y Juan Joaquín Winckelmann (1717-1768) hablan también de la unidad, de la variedad y de la sencillez de las diferentes dimensiones humanas. Luis Taparelli (1793-1862) y José Jungmann reconocen la belleza como la bondad intrínseca de las cosas y definen lo bello como lo que nos causa placer, por hallar reposo en ello la fuerza cognoscitiva del alma. La belleza consiste en el orden que guarda un objeto con las potencias cognoscitivas inferiores, y el que guardan éstas con el entendimiento, en cuanto causa complacencia al espíritu racional y le proporciona deleite.

Poiesis y Mímesis
Para calibrar la influencia en el ámbito de la literatura del concepto de «mímesis» -que expresa la relación continua que la literatura de todos los tiempos ha mantenido con la realidad humana y natural (D. Villanueva, 1992 a: 20)- debemos tener muy en cuenta las múltiples matizaciones que ha experimentado en el curso de los siglos (A. Díaz Tejera, 1983: 179-186). No debemos perder de vista que la teoría de la imitación, aunque interpretada y aplicada de diferentes maneras, ha sido una de las concepciones estéticas y literarias más antiguas y persistentes (V. Bozal, 1987 a).
En los Recuerdos socráticos de Jenofonte (430-355 d. C.), los pintores Parrasio y Clitón confiesan a Sócrates que aceptan y aplican el principio de la imitación: «Pintar y esculpir es imitar los seres de la naturaleza». Pero Sócrates observa que no se trata de copiar servilmente, sino de seleccionar lo más hermoso y de componer una imagen superior a la realidad individual. Si el modelo es un cuerpo vivo, el del atleta por ejemplo, el fin del arte imitativo es entonces plasmar, a través de las formas corporales, las emociones y la vida.
Platón considera también el arte como «mímesis», pero en el sentido de que encarna en forma sensible ideas espirituales. Por eso lo desprecia en la República y en las Leyes; porque, imitando la realidad sensible, que es, a su vez imitación de la idea ejemplar, el pintor se aleja en tres grados de la verdad.
Aristóteles (394-322), como es sabido, constituyó la «mímesis» en el principio y en la clave del arte en general y, concretamente, de la poesía. El arte, según él, imita la actividad de la naturaleza, la prolonga y la completa. En su Retórica afirma que «la imitación satisface igualmente en las artes de la pintura, escultura y poesía» (1971, b, 5), y suministra una base para relacionar el arte visual (arquitectura, escultura y pintura) y el arte acústico (poesía, música y danza).
En la tradición helenística, aunque se mantiene y profundiza la doctrina aristotélica de la «imitación» como rasgo fundamental y definidor de la actividad artística, progresivamente, se empieza a reconocer cierta autonomía de la fantasía.
Según los estoicos, el hombre ha sido creado como la obra de arte más elevada y su fin es el más noble: «contemplar el mundo e imitarlo en su actividad». Cicerón (106 a C.- 43 a C.) habla varias veces de la «invención» como cualidad necesaria del artista, Para Horacio (65 a. C. - 8 a. C.), la poesía es también «imitación», pero reconoce que, por encima de ella, está la libertad imaginativa del poeta. Plinio (23-79), lo mismo que Séneca (y. 58-55 a. C. - 37- 41 d. C), acepta el principio general de la «imitación», pero distingue entre aquellos artistas que atienden más a la «belleza» y los que se detienen en la «naturaleza».
Quintiliano (35 d.C.- 96 d.C.) encuentra al escultor Demetrio reprensible por haber amado más la «imitación» que la belleza. Filóstrato el Viejo (170- 244), esforzándose en mostrar los valores descriptivos y expresivos de las artes plásticas, habla de la «imitación», pero, también, de la «fantasía». Plutarco (v. 46-120) afirma que el artista imita el «arte de la naturaleza», y Plotino, al argüir que el arte no debe despreciarse por ser «imitación», ofrece una explicación que estaba ya implícita en el pensamiento de sus predecesores: «las artes no imitan simplemente lo visible, sino que se remontan a las razones eternas de las que procede la naturaleza».
Dentro de la tradición cristiana, San Agustín (354-430), que con mentalidad platónica aceptaba el principio de imitación, opina que el arte no se explica sólo por él, y defiende los derechos de la fantasía, justificando lo que llamamos «mentira del arte». Boecio (v. 480-524) mantiene esta misma concepción aunque la matiza precisando que se trata de una «investigación» de la naturaleza.
Aunque es verdad que en la Edad Media, por influencia de ideas procedentes de los pueblos germánicos, tuvo bastante difusión la teoría de la ornamentación y que, en muchos de los comentarios de las obras artísticas, se valora sobre todo la presencia de elementos decorativos -la luz, el oro, la plata y las piedras preciosas- debemos tener muy en cuenta que los grandes pensadores de la Escolástica explicaron y aplicaron los principios de Platón y de Aristóteles. En la escuela de Chartres, con Juan de Salisbury (n. entre 110 y 1120, m. en 1180), lo mismo que en escuela parisiense de San Víctor, se enseña que la naturaleza es la gran «maestra» de todas las artes y que es necesario que el artista «siga a la naturaleza» y aún la supere en eficacia práctica.
El concepto de «arte-imitación» queda definitivamente explicitado con la luminosa fórmula tomista: «El arte imita a la naturaleza en su operación». Lo que el arte debe imitar no es la forma externa de la naturaleza -precisa- sino la manera como ella actúa originando esas formas. Algo más tarde, el autor de la Divina Comedia elabora la siguiente fórmula: «Que vuestro arte siga a la naturaleza como alumno a su maestro, y de esta manera, vendrá a ser como nieto de Dios» (Inf. X 103-105).
En la Baja Edad Media y al principio de Renacimiento se intensificó aún más esta interpretación mimética del arte. Leonardo (1452-1519) aunque deja la puerta abierta a la fantasía y casi al ensueño, insiste en la comparación del cuadro con la imagen que el objeto proyecta sobre el espejo.
Este principio de la «mímesis» constituyó el núcleo sobre el que se desarrolló todo el sistema clásico elaborado en el Renacimiento a partir, básicamente, de la Epístola horaciana y su posterior aristotelización mediante la paráfrasis de los grandes tratadistas italianos (García Berrio, 1975, 1977 y 1980). Esta noción sirvió de eje en torno al cual se articularon los diferentes conceptos que configuran el sistema clasicista y neoclasicista: naturaleza, realidad, verdad, posibilidad y verosimilitud.
Todas estas categorías aportaron la base para la elaboración de un sistema de «reglas» que constituyeron el objeto de las múltiples preceptivas que se proponían dirigir la creación y orientar la crítica. Sus modelos más seguidos son las obras de Cascales (1567-1642), Boileau (1636-1711), Batteux (1713- 1780), Luzán (1702-1754), Blair (1718-1800).
La crítica neoclásica partía de los principios y de las leyes fijas que rigen la literatura y definen la naturaleza racional del hombre. A estas «reglas», afirmaban, se debía sujetar la actividad uniforme de la sensibilidad y de la inteligencia que permiten llegar a conclusiones válidas para todas las manifestaciones artísticas y literarias. La mayoría de los preceptistas se propone formular una teoría explicativa de la Literatura -su naturaleza y su función- y una fundamentación de los procedimientos para componer la obra literaria. También insisten en el sentido racional del proceso de lectura y de crítica que debe emplear como guía y criterio el «gusto» de los que poseen conocimientos y experiencias, el gusto del lector ideal, instruido y culto.
Este principio de la imitación fue también el fundamento de la teoría de las tres unidades (a partir del comentario de Castelvetro a la Poética de Aristóteles, 1570) y sirvió frecuentemente para defender ciertas interpretaciones de las corrientes realistas y naturalistas. Posteriormente ha servido de base para las diferentes teorías y prácticas realistas (D. Villanueva, 1992 a).

Fantasía y ficción en la creación literaria
A fines del siglo XVI se empiezan a oír voces que rechazan una «mímesis» exagerada, atribuida a Aristóteles. Ciertos teóricos sobre Poética, en Italia y en Francia, se atrevieron a decir que el arte debía enmendar a la Naturaleza, casi siempre defectuosa (Romero de Solís, 1981). En la España barroca, los defensores de Lope, en un célebre libelo, concedieron al poeta el derecho de perfeccionar la obra de la Naturaleza. Carducho, en sus Diálogos, sostenía que los artistas griegos y romanos «enmendaron los desaciertos de la Naturaleza», y no dudaba en censurar el naturalismo pictórico de Velázquez.
El siglo XVIII es decisivo para la reinterpretación y, en algunos casos, para la superación del concepto de «mímesis». En los primeros decenios pesa aún excesivamente el prestigio del Clasicismo francés, y los tratadistas de la primera mitad, desde Batteux (1713-1780) hasta Montesquieu (1689-1755), mantienen, sin grandes matizaciones, el principio de la copia más o menos servil de la Naturaleza. Hay que esperar a los Salones de Diderot (1713-1784), posteriores a 1767, para leer que «la pintura ideal tiene algo que está más allá de la Naturaleza, y, por consiguiente, tiene tanto de rigurosa imitación cuanto de genio, y tanto de genio cuanto de imitación rigurosa». Es suficientemente explícita su afirmación sobre literatura: «una ficción digna de ser contada a gentes sensatas». Diderot es el primero en afirmar que es la Naturaleza la que imita al arte.
En Inglaterra, Thomas Warton (1728-1790), en su Ensayo sobre Pope (1756), sostiene que lo que hace al poeta es la imaginación creadora y ardiente. Young sale en defensa de los genios originales y se manifiesta contrario a los genios imitativos (1774), y Henry Home (1696-1782), en los Elements of Criticism, que le valieron el sobrenombre de Aristóteles Inglés, dedica su atención a las artes «no imitativas», estableciendo la belleza artística sobre fundamentos distintos de la mímesis tradicional.
En la España neoclásica, sólo a fines del siglo pueden oírse voces que defienden las prerrogativas del genio creador e inventivo: Azara, en su Comentario a la obras de Mengs, niega resueltamente que la imitación sea más bella cuanto más fiel, y el padre Esteban de Arteaga (1747-1799) apunta las ventajas de una imitación «ideal» y traduce un texto significativo de Aristóteles con notable precisión: «La poesía es más importante y más filosófica que la historia». Su obra titulada Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal (1789), refleja, en cierta medida, la interpretación individualista y sensualista de las doctrinas de Locke (1632-1704) y de Condillac (1715-1780), defiende que el arte se basa en la imitación -no en la copia- de la naturaleza, de cuyas imperfecciones la purifica mediante la «belleza ideal», a la que define como «arquetipo o medio mental de perfección que resulta en el espíritu del hombre después de haber comparado y reunido las perfecciones de los individuos».
La Crítica del juicio (1790) abre también nuevas perspectivas. En ella Kant (1724-1804) afirma lo siguiente: «El arte sólo puede llamarse bello cuando tenemos conciencia de que es arte, y, sin embargo, presenta el aspecto de Naturaleza». El artista, por lo tanto, actúa con espontaneidad, con libertad, sin tener que someterse a reglas que pongan trabas a sus energías espirituales. Según Kant, el genio consiste en la unión feliz de la imaginación y del entendimiento, pero con la particularidad de que tanto en el arte como en el juego, la imaginación es la que guía. El genio es como una segunda naturaleza que no obedece a reglas externas, no imita, sino que crea modelos: «Todos estamos de acuerdo en que el genio es diametralmente opuesto al espíritu imitativo».
Schiller (1864-1937), admirador y seguidor de Kant, hace originales observaciones sobre la «honestidad de la obra literaria» que debe afirmar, sobre todo, la capacidad «ilusoria». No se trata, advierte, de engañar al lector, sino de valorar la creación como pura y simple representación. El hombre es civilizado en la medida en que aprende a valorar la «apariencia». Este antiplatonismo funda, al mismo tiempo, el «desinterés» y la «autonomía» del universo artístico.
En su Discurso sobre la relación de las artes figurativas con la naturaleza, Schelling (1775-1854) sostiene que, «para todo hombre suficientemente cultivado, la imitación de lo que se llama real, llevada hasta la ilusión, aparece como falsedad en su más alto grado, y produce la impresión de espectros... El arte que quisiera representar la corteza vacía o el simple contorno exterior de los objetos individuales, sería muerto y de una rudeza insoportable». Schelling reconcilia el concepto de imitación, al que le da un sentido nuevo y profundo, con el de belleza «característica».
Para Hegel (1770-1831), la imitación es «trabajo servil, indigno del hombre... Lo que nos agrada, afirma, no es imitar, sino crear: El arte limpia la verdad de formas ilusorias y engañosas de este mundo imperfecto y grosero para revestirlas de otras formas más elevadas y más puras creadas por el espíritu mismo. Así, lejos de ser simples apariencias ilusorias, las formas del arte, encierran más realidad y más verdad que las existencias fenomenológicas del mundo real. El mundo del arte es más verdadero que el de la Naturaleza y que el de la Historia».
Schopenhauer (1788-1860), aunque fiel al pensamiento de Platón, se separa de él en este punto. Si Platón menosprecia el arte porque imita los objetos particulares, el filósofo alemán lo califica como el medio más eficaz para representar las ideas universales. Esta opinión coincide, al menos parcialmente, con la interpretación que hace William Wordsworth (1770-1850) del texto de Aristóteles en su célebre «Preface» a la segunda edición de las Baladas líricas (1798): que el objeto de la poesía es la verdad; pero una verdad no individual y local, sino general y operativa; una verdad sentida con pasión por el artista. Creemos que Coleridge (1772-1834) es todavía más explícito al establecer una distinción entre la «natura naturans» y la «natura naturata» (Biografía literaria y Anima poetae).

La Literatura como forma privilegiada de conocimiento
Una fórmula muy repetida en tratadistas y críticos, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, es que la literatura es un instrumento eficaz de expresión de lo real: una forma privilegiada de conocimiento.
Con progresiva frecuencia, la condición y la calidad artísticas de un texto se valora por su capacidad expresiva. La literatura, más que representar el mundo, lo «expresa». Para calibrar el sentido preciso de la concepción «expresiva» de la literatura, tendríamos que oponerla a la teorías que podríamos denominar «subjetivistas>. Según Kant, por ejemplo, la literatura, - y el arte en general-, consiste en un simple juego armonioso de las facultades humanas. George Santayana (1863-1952) defiende que la belleza literaria es sólo la objetivación del placer que nos proporcionan ciertas experiencias, y I. A. Richards (n. 1893)[4] sostiene que la función de la literatura consiste en organizar varios factores psicológicos en la persona que posee la vivencia poética. Podríamos decir, según estos autores, que la literatura, más que revelar realidades profundas, «miente» en beneficio de la salud íntima que proporcionan tales experiencias poéticas.
Otros autores, por el contrario, rechazan este subjetivismo y defienden que la literatura facilita una nueva conexión con la realidad e, incluso, levanta el velo que cubre el ser de los objetos. La literatura es «homo additus naturae», según la fórmula de Francis Bacon (1561-1626)[5] o, como prefiere Emile Zola (1840-1902), «la naturaleza vista a través de un temperamento». La obra literaria es la expresión de un mundo conocido por el poeta. La creación poética funda la unidad de un universo singular, unidad que nace de la cohesión interna apoyada en la lógica de la fantasía y del sentimiento.
La literatura, por lo tanto, muestra la verdad del poeta en la medida en que él se expresa con espontaneidad y con autenticidad, y, también, en la proporción en que descubre su propia autonomía, su coherencia interna y su inteligibilidad externa.
Recordemos que Hegel (1770-1831) afirmó que «el arte es capaz de captar la esencia de la cosa que torna por asunto, de desarrollarla y de hacerla visible» (1989: 178). En el arte percibimos una idea encarnada, individualizada; pero, advierte que, sin salir de los límites de la individualidad viva y sensible, debe dejar aparecer ese carácter de generalidad. El «schein» del arte no es para Hegel una apariencia ilusoria: «Comparándola con la apariencia de la existencia sensible inmediata […] la apariencia del arte tiene la ventaja de que es una apariencia que se supera a sí misma e indica algo espiritual que debe aparecer a través de ella» (1989, 76).
En contraste con las apariencias sensibles de las cosas que son interpretadas ordinariamente como la verdadera realidad, la visión literaria descubre parcialmente, al menos, una nueva dimensión no menos real. Schopenhauer (1788-1860) habla también de ese don del genio poético cuya mirada descubre la esencia íntima de la cosas.
Según Leibnitz (1646-1716), la belleza de las cosas es la propiedad de las mismas en virtud de la cual su conocimiento en sí y por sí mismo considerado, sin respecto a ninguna causa, engendra deleite en nuestro ánimo; y éste deleite espiritual, engendrado de la mera contemplación, es cabalmente el signo por cuyo medio la discernimos.
Con su mentalidad positivista, Hipólito Taine (1828-1893) -aunque se mantiene en el plano de las esencias abstractas del conocimiento científico- sostiene que lo propio de la poesía es «revelar» el carácter esencial o sobresaliente del objeto -«eso que los filósofos llaman la esencia de las cosas»-. La literatura, afirma, descubre de una manera más clara y más completa las «apariencias», presenta como «dominador» ese rasgo que a veces está disimulado o medio oculto.
E. Verón, contemporáneo de Taine, refutaba esta teoría, acusándola de confundir Literatura y Ciencia, Estética y Lógica, y argumentaba que, si la poesía debe revelar la esencia de las cosas, su cualidad única y dominante, las obras maestras de los grandes literatos, en contra de lo que ocurre, se asemejarían entre sí.
Otros pensadores modernos -como por ejemplo Henri Bergson (1859-1941)- defienden que, frente a la Ciencia y a la Filosofía, que «generalizan» y forman conceptos y símbolos abstractos, el arte y en especial la Literatura descubren la individualidad de las cosas y del escritor mediante el ensanchamiento integrador del saber humano:
¿Qué intenta el arte sino mostrar en la naturaleza y en el espíritu, fuera de nosotros y en nosotros, cosas que impresionan explícitamente nuestros sentidos y nuestra conciencia? El poeta y el novelista que expresan un estado de alma no lo crean por entero; no lo comprenderíamos si nosotros no observáramos en nuestro propio interior, hasta cierto punto, lo que ellos nos dicen de los demás.
A medida que nos hablan se nos revelan matices de la emoción y del pensamiento que pudieran haber sido representados en nosotros hace tiempo, pero que permanecían invisibles: como la imagen fotográfica que no se ha sumergido aún en el baño que la revelará. El poeta es ese revelador. (1963: 79).
Las facultades perceptivas del poeta están como desligadas de su capacidades pragmáticas, y, cuando perciben un objeto, lo aprecian en sí mismo y no por su funciones prácticas. El artista es un «desprendido», y, según ese desprendimiento afecte a un sentido o a otro, será un pintor, un escultor, un músico o un poeta.
Algunos neoescolásticos que han tratado temas relacionados con la literatura afirman que la poesía es un complemento consolador del conocimiento imperfecto que nos proporciona la filosofía. «Essentia singularis nos latet». No podemos conocer la esencia de las cosas sino abstrayéndolas de sus notas individualizantes. La poesía, por el contrario, sin abandonar la plenitud de la percepción sensible, descubre, no la esencia pero sí lo más íntimo de los seres. La poesía define la existencia singular, la realidad individual, concreta y compleja, tomada en la unicidad de su paso por el tiempo. La intuición poética sorprende el acontecimiento único y singular con la pretensión de inmortalizarlo en el tiempo. Penetra hasta la hondura infinita que le otorga esa radiación universal e ilimitada en el tiempo y en el espacio. La belleza de la obra literaria es «el resplandor de los secretos del ser irradiado en la inteligencia» (Maritain, 1945: 116-117).
No se trata, por lo tanto, de una «revelación» del ser, sino de un «resplandor», como dijeron algunos de sus maestros del pasado refiriéndose a la belleza en general. Maritain observa que los términos de «claridad», «luz», «esplendor», etc., podrían dar ocasión a equívocos, si olvidáramos que el ser, aunque es inteligible en sí mismo, permanece oscuro a nuestra mirada.
Heidegger (1889-1976) es uno de los pocos filósofos contemporáneos que han intentado descubrir la esencia de la poesía sin salir del ámbito puramente ontológico. Pretende iluminar lo que es la creación literaria a partir de su relación con la verdad, como «un desvelamiento del ente». Desde el umbral de su reflexión, Heidegger rechaza el concepto de verdad como «adaequatio intellectus cum re», que le parece una manifestación más del dualismo que, según él, esteriliza el pensamiento occidental desde Platón.
Las teorías cognoscitivas son múltiples como, por ejemplo, la de Benedetto Croce (1866-1952), para quien la poesía es una intuición, una síntesis espiritual, una ilustración de la mente, o la de Konrad Fiedler (1841-1895) quien afirmaba que la mente halla en la experiencia poética una explicación de la esencia visible del mundo[6]. Lo específico artístico es una forma de conocimiento intuitivo y, en tanto que tal, desinteresado, inmediato y productivo. Desinteresado en cuanto que la intuición carece de finalidad alguna: el artista está frente al mundo y trata de «reproducirlo como conjunto» en su intuición. Inmediato como todo conocimiento intuitivo, pues el artista está frente a lo dado y a ese dado opone una actividad espiritual necesaria, afirmándose así como el ser humano que es. Pero, además, esa intuición es productiva, lo visible no se busca por su importancia o significado, se busca por sí mismo.

La literatura como autoexpresión
A partir sobre todo del Romanticismo, la literatura ha sido definida como una forma privilegiada de autoexpresión, como una manera de objetivar las resonancias personales que los objetos y los sucesos alcanzan en aquellos individuos que están dotados de una sensibilidad especial. En el Romanticismo se creyó que el arte era una liberación de emociones y de pasiones humanas, que el poeta se distinguía de los demás mortales sólo por su extraordinaria intensidad emotiva, y que el arte consistía en sentir profundamente y en expresar con fuerza los sentimientos (C. M. Bowra, 1951, 1972).
La autoexpresión facilita al poeta, además, el conocimiento preciso, adecuado e intuitivo de la emoción que le embarga. B. Croce (1866-1952) y sus seguidores afirman que hasta que el escritor no expresa su emoción «no sabe de qué emoción se trata». Según estos autores, la expresión artística de una emoción es la que hace del hombre un artista. Convertirse en artista es pasar de un estado en el que el hombre está dominado por una emoción, al estado en el que la emoción es dominada por él. La autoexpresión es aquel proceso mediante el cual el hombre se da a conocer y, al mismo tiempo, se conoce a sí mismo. El poeta, además, se va haciendo, creando, a sí mismo mediante su propia expresión.
Esta concepción de la creación poética ha sido la base sobre la que se ha sustentado el concepto de «estilo» como caracterización proyectiva de un autor, y sobre la que se ha levantado toda la edificación teórica y crítica de la Estilística de orientación romántica y freudiana. Esta corriente la han seguido, no sólo Croce, Vossler, Spitzer, Amado Alonso y Dámaso Alonso, sino también, en cierta medida, Bachelard y Barthes.

Otras teorías
Frente a las teorías que consideran a la Literatura como una manera de conocimiento, se han elaborado otras muchas cuya influencia y persistencia han sido diferentes. Esquematizamos a continuación las más significativas.
El extremo opuesto de la teoría cognoscitiva literaria lo constituye el Ilusionismo. Según esta teoría, las experiencias estéticas, en especial las poéticas, se producen, lejos de la realidad, en un mundo de ilusiones, de apariencias y de imaginación.
No podemos decir que esta teoría fuera nueva ya que había surgido en los orígenes mismos de la poética occidental, en las obras de Gorgias y de los sofistas. Poco conocida durante muchos años, vuelve a aparecer con algunas modificaciones justamente en la primera mitad del siglo XX. K. Lange (1855- 1921), por ejemplo, explica que la experiencia poética consiste en una ilusión consciente.
Otra teoría próxima a la ilusionista es la que considera la experiencia poética como un tipo peculiar de juego[7]. A mediados del siglo XIX, Herbert Spencer (1820-1903), fiel a su evolucionismo darwiniano, esbozó una teoría de lo bello partiendo del análisis del sentimiento de placer o desagrado. El placer, según él, reside en el máximo estímulo logrado con un mínimo esfuerzo. Spencer ve la razón del juego y su analogía con el arte en el uso libre de las fuerzas sobrantes de los procesos vitales.
Puede decirse que esta teoría nació con Aristóteles, y, a través de Santo Tomás (1225-1274), Kant (1724-1804) y Schiller (1759-1805)[8] llegó a Nietzsche (1844-1900). En la segunda mitad del siglo XIX fue adoptada por algunos psicólogos ingleses y, luego, por varios estetas alemanes que la reelaboraron con cierta originalidad. K. Lange (1855-1921) y particularmente K. Groos (186 1-1946) han defendido que la eficacia del goce estético es, como en el juego, una «consciente autodecepción» (1892: 36). En la actualidad ha vuelto a ser reconsiderada aunque desde presupuestos teóricos distintos (R. Núñez Ramos, 1992).
George Bataille (1897-1962) en su obra La literatura como lujo (1993) plantea la cuestión de la gratuidad de la literatura o, en palabras de Jordi Llovet, de la «idea de la literatura como gasto improductivo, en contraste con lo que se entiende por producción de bienes materiales en una sociedad moderna» (1993). La reflexión de Bataille sobre la creación literaria gira en torno a tres conceptos claves: «fiesta», «soberanía» y «sacrificio».
María Luisa Pratt defiende que la función de la literatura es distraer, e insiste en que los relatos literarios deben ser concebidos como un tipo de «textos narrativos de diversión», una clase que comprendería todos los relatos de sucesos presentados como insólitos, interesantes y destinados a distraer. En ellos, el destinatario debe reconocer que la pertinencia del relato se sitúa, no en la información que transmite, sino en que es «contable» (1977: 148).
Los relatos literarios están favorecidos por unos signos externos -edición, crítica literaria, enseñanza-, por «un principio de comparatividad superprotegida», que permiten al lector esperar una comunicación interesante. Esta comunicación es posible si el interlocutor coopera y si su respuesta es pertinente.
La «teoría de la empatía» defiende que la experiencia poética consiste en la transferencia de los sentimientos del poeta al poema. Atribuye al texto, por lo tanto, lo que éste no posee previamente en sí mismo. El poema produce una «resonancia psíquica» que implica y genera una peculiar satisfacción.
La «teoría de la contemplación» sostiene, por el contrario, que, en una experiencia poética, el placer que sentimos no se deriva, en modo alguno, de nosotros mismos, del sujeto, sino del poema, al que nos sometemos y del que aprehendemos su belleza.
La «teoría de la euforia» identifica la experiencia poética en la resonancia afectiva y rechaza el valor del componente intelectual. Se produce, afirma, cuando nos detenemos ante el umbral del pensamiento. Recordemos, por ejemplo, las creaciones y las explicaciones de Paul Valéry e, incluso, las de Henry Brémond. A la poesía sólo le queda «un encantamiento indefinible».

LA LITERATURA COMO CREACIÓN LINGÜÍSTICA
Si la creación literaria se define por su índole artística y, como consecuencia, exige una consideración estética, su especificidad frente a otras obras de arte está determinada por su carácter lingüístico. Si la pintura se realiza con colores y la música con sonidos, la literatura se elabora mediante palabras pertenecientes a una determinada lengua (Aristóteles, Poética, Madrid, Taurus, 1987: 47-48).
No es de extrañar, por lo tanto, que a lo largo de la tradición se haya concebido la creación literaria como un tipo peculiar de discurso verbal, y que se haya concedido especial relevancia a todos los elementos formales. García Berrio señala que «examinando el contenido del Ars horaciano descubrimos, como una constante reiteradísima, la atención preferente por conocimientos caracterizables en conjunto como formales» (1978: 429), aunque advierte, seguidamente, que Horacio también concedió importancia a los elementos pertenecientes al plano del contenido. Fueron las paráfrasis elaboradas en la época renacentista, probablemente procedentes de corrientes cristiano- medievales, favorables al saber, al contenido ideal, a la filosofía, las que -según García Berrio- impidieron que cristalizara un reconocimiento teórico formal de la obra literaria. Por esta razón son escasos los teóricos renacentistas que reclamaron los derechos prioritarios de la forma sobre el fondo en la poesía (Ibidem: 429 y ss.)[9]
A comienzos de nuestro siglo, los Formalistas rusos ponen el acento en los caracteres lingüísticos como criterio válido para definir la peculiaridad literaria de una obra y, en consecuencia, consideran que los textos literarios se caracterizan, ante todo, por la especial utilización de los diferentes elementos de la lengua que se emplee. «El objeto de la ciencia de la literatura -como afirma Jakobson- no es la literatura sino la literariedad, es decir, aquello que hace de una obra dada, una obra literaria» «Si los estudios literarios pretenden llegar a ser una ciencia, declara este mismo autor, deben reconocer el procedimiento como su personaje único» (1960: 19 y ss.). En consecuencia, la aplicación y la justificación de los procedimientos constituirán cuestiones teóricas y críticas fundamentales (M. Rodríguez Pequeño, 1991)[10]
Los Formalistas, que parten del supuesto de que la obra literaria es un producto verbal, defienden que el estudio de la literatura debe apoyarse en el análisis de los diferentes niveles lingüísticos de los textos y que, por lo tanto, las teorías descriptivas deben servir de instrumentos válidos para la definición del objeto de la literatura e incluso de criterio operativo para la interpretación y para la valoración de las creaciones poéticas (Fokkema, 1981, 1984, 1989; Albaladejo, 1986).
El lenguaje cotidiano -nos dirán los Formalistas- tiende a automatizarse porque la relación signo-realidad se convierte en habitual; las palabras se usan sólo como meros instrumentos y dejan de interesar como tales. El lenguaje poético pretende contrarrestar esa automatización aumentando la duración y la intensidad de la percepción mediante el oscurecimiento de la forma (A. García Berrio, 1983).
El carácter estático y puramente cuantitativo que tenía en principio este concepto de «desautomatización» fue superado posteriormente por Tynianov y más adelante -ya en la Escuela de Praga- por Mukarovsky: no es la suma de artificios lo que confiere poeticidad, sino la función de los mismos; y esta función no puede medirse únicamente frente a la convención del lenguaje cotidiano sino que ha de establecerse frente a las propias convenciones normativas de la tradición literaria y de las series extraliterarias. La «desautomatización» deja de ser así un principio absoluto para convertirse en una pauta relativa, dependiente de la función que cada elemento literario ocupa en el conjunto de normas que actualizan, normas que, además, van variando y modificándose hasta constituir un sistema dinámico de convenciones (Pozuelo, 1988 b).
El problema de la «literariedad» así planteado sirve, pues, para atraer la atención sobre los modelos de rasgos formales que serían esenciales en las obras literarias y, por el contrario, accidentales en otros textos. Estudiar un texto como «literatura», en vez de servirse de él como documento biográfico o histórico o, incluso, como formulación filosófica, significa, para el teórico y para el crítico literarios, concentrar su atención en el empleo de ciertas estrategias verbales. Los Formalistas proponían «como afirmación fundamental que el objeto de la ciencia literaria debe ser el estudio de las particularidades específicas que distinguen unos objetos literarios de otros que no lo son» (Eikhenbaum, 1927: 37). El reto esencial estriba en reconocer aquellas particularidades específicas de las obras literarias que sean suficientemente generales para manifestarse tanto en la prosa como en el verso[11]
Hemos de advertir, sin embargo, que esta concepción del lenguaje literario, como tipo peculiar del discurso, no es totalmente nueva. Si bien se trata de una cuestión que ha ocupado una posición central en nuestra época, ha sido objeto de atención por parte de las Poéticas, Retóricas y Preceptivas de todos los tiempos. Los rasgos que definen los conceptos como «desautomatización» y «desvío» están presentes ya, como indica Lázaro Carreter (1974: 35), en la antigua Retórica[12].
Esta hipótesis desviacionista, formulada explícitamente por los Formalistas y desarrollada por las escuelas estructuralistas, fue defendida también -aunque desde una perspectiva teórica diferente- por la estética idealista. Para esta escuela las «peculiaridades idiomáticas» o «desviaciones» se explican por las particularidades psíquicas que revelan. La lengua literaria es «desvío» pero, no por los datos formales que aporta, sino porque traduce una originalidad espiritual, un contenido anímico individualizado (J.M. Pozuelo, 1988a).
Esta «literariedad» posee tres rasgos fundamentales, tres elementos de su definición que constituyen, al mismo tiempo, los tres principios en los que se debe apoyar una teoría coherente y una crítica rigurosa: el de actualización -los procedimientos que llaman la atención sobre el mismo lenguaje- el de intertextualidad -las dependencias y los vínculos con otros textos de la tradición literaria- y el de coherencia -la perspectiva de selección de procedimientos y de materiales- (J. Culler, 1989: 31-43).
a) Principio de actualización
Sklovskij declara que «la lengua poética difiere de la lengua cotidiana por el carácter perceptible de su construcción» (Eikhenbaum, 1127: 45). Según Mukarovky, la lengua poética no se define, por su belleza, por su intensidad afectiva ni por su cantidad de imágenes, sino por su manera de hacerse evidente y de actualizarse (1977: 3-4).
Existen diversas maneras de llamar la atención sobre la lengua para que el lector no reciba el texto como un simple medio transparente de comunicar un mensaje, sino que se sienta atraído por la materialidad del significante y por otros aspectos de la estructura verbal. La «desviación» o la «aberración» lingüística -neologismos, combinaciones insólitas de palabras, elección de estructuras no gramaticales o incompatibles, paralelismos y repeticiones, ritmos, rimas, aliteraciones- son diferentes formas de llamar la atención utilizadas, como es sabido, sobre todo en poesía, pero que también se emplean con frecuencia en prosa.
La finalidad y el resultado de esta «actualización» constituyen lo que los Formalistas llaman el «extrañamiento», «desfamiliarización» o «desautomatización» del lenguaje, que produce la perceptibilidad de los signos en cuanto tales, de un discurso elaborado, estructurado y cerrado en el que cada elemento cumple una función predeterminada.
La imagen literaria suele ser interpretada como elemento fundamental y como señal de «literariedad» porque también sitúa los objetos y los sucesos bajo perspectivas insólitas y porque exige un esfuerzo de interpretación. Incluso las novelas realistas presentan una amplia gama de imágenes más o menos sorprendentes para despertar, para mantener la atención y para advertir sobre la naturaleza literaria del texto. En otro plano, la perspectiva narrativa que se adopte, también contribuirá, en gran medida, al efecto desautomatizador.
Debemos advertir, sin embargo, que esta «desviación» y su efecto «desautomatizador» se marcan en el nivel lingüístico, no sólo por medio de figuras o de combinaciones insólitas, sino también por un lenguaje «peculiar», mediante el uso de fórmulas arcaicas o innovadoras, de términos y de expresiones aceptados como literarios. Cada lengua posee ciertas palabras y ciertas construcciones que indican que estamos situados en el ámbito literario. La parodia y la destrucción de este mismo lenguaje señalan también que se trata de un discurso literario.
Creemos, insistimos, que no podemos limitar la «literariedad» de un texto a los procedimientos lingüísticos, ya que todos los elementos o procedimientos pueden encontrarse, en textos no literarios. El mismo Jakobson reconoce que «las aliteraciones y otros procedimientos eufónicos son utilizados por el lenguaje cotidiano hablado. Se oyen en el tranvía bromas fundadas en la mismas figuras que la poesía lírica más sutil, y muchos chismes están contados siguiendo las mismas leyes que rigen la composición de las novelas...» (1973: 114).
Nosotros opinamos que el solo hecho de que un discurso atraiga la atención sobre el uso de la lengua no es suficiente para que un texto sea literario. El discurso publicitario y los juegos de palabras, por ejemplo, hacen que nos fijemos sobre la lengua sin que por esto podamos afirmar que se trata de discursos literarios. Jakobson indica una vía de reflexión, en su célebre distinción de las seis funciones del lenguaje, definiendo la función poética del lenguaje como «una focalización sobre el mensaje en cuanto tal» (1960: 353).
Esta definición retorna, al menos parcialmente, la noción tradicional según la cual el objeto estético posee un valor en sí mismo, no está al servicio de fines utilitarios, sino que posee lo que Kant en su Crítica del juicio (1790) llama «finalidad sin objetivo». Libre de las limitaciones y de las servidumbres de los discursos cotidianos, históricos y prácticos, la obra literaria se sitúa de manera diferente -ambigua-, y se constituye como estructura autónoma ligada al ejercicio de la imaginación del autor y del lector. La literariedad, por lo tanto, también incluye la idea de un discurso polivalente en el que todos los sentidos de una palabra (sobre todo las connotaciones) pueden entrar en juego, o la de un discurso portador de un sentido oculto, indirecto, suplementario, que sería el contenido más específico e importante.
La noción de la «función poética del lenguaje», por lo tanto, pone el acento en el lenguaje en sí mismo pero, no como un valor autónomo, sino como una relación específica con los otros constituyentes de la situación lingüística. Sklovskij habla de la literatura como del «camino sobre el que el pie siente la piedra, el camino que vuelve sobre sí mismo» (1919: 115).
La obra no se dirige hacia un objetivo pragmático pero esto no quiere decir que no tenga sentido; de hecho se refiere a sus propios medios, es decir, que la llamada de atención del lenguaje en el texto literario es una manera de separarse de otros contextos y de situarlo en un un ámbito de textos y de procedimientos literarios.
Se vuelve así al propósito de Jakobson según el cual los estudios literarios deben tomar el procedimiento como su personaje único, corno el protagonista, como el asunto del discurso literario.
b.- Principio de intertextualidad
Mediante la aplicación del «principio de intertextualidad» se aísla el texto de los contextos prácticos e históricos, se redefine y se sitúa el carácter específico de la literatura. Desde esta perspectiva, escribir es inscribirse en la tradición literaria, en el único horizonte en el que las obras pueden y deben ser explicadas.
Toda obra literaria es creada en referencia y por oposición a un modelo específico, y se alimenta de otras obras de la tradición, a las que trata de superar y de contradecir. Las obras están determinadas por unas formas y por unas estructuras convencionales. Sklovskij demuestra que «la convencionalidad se alberga en el corazón de toda obra literaria en cuanto que las situaciones se liberan de sus relaciones cotidianas y se determinan según las leyes de una trama artística dada» (1919: 118). Insistimos, por lo tanto, en que la forma de la obra esta determinada por las formas literarias precedentes, incluso por aquellas a las que niega.
e) Principio de coherencia
Pero la «actualización» y la «intertextualidad» no son siempre criterios suficientes de «literariedad» ya que «desvíos» y «repeticiones» se dan también en otros textos. Es sobre todo la manera de «integración» de estas estructuras - es decir el establecimiento de una interdependencia funcional y unificadora según las normas de la tradición y del contexto literario- lo que caracteriza a la literatura. Podemos distinguir tres tipos de coherencia.
En primer lugar, la que establecen las relaciones de elementos que, en otros discursos, no poseen función alguna -la rima, la aliteración o el paralelismo en la conversación normal-. En un poema, el paralelismo, por ejemplo, induce a establecer una relación semántica entre sus componentes. Donde domina la función poética del lenguaje, «la similitud se convierte en el procedimiento constitutivo de la secuencia» (Jakobson, 1960: 358) - procedimiento constitutivo a la vez para el autor que selecciona y reúne los elementos en virtud de alguna semejanza (fonológica, morfológica, sintáctica o semántica), y para el lector que debe considerar en qué medida una especie equivalente se transpone a otra.
La coherencia en un segundo nivel une a los diferentes elementos de una obra considerada globalmente. La creación literaria es un todo orgánico (Ingarden, 1973, a) y, en consecuencia, la tarea de la interpretación consiste en buscar y en demostrar esta unidad. Los Formalistas rusos hablaban de «la dominante» que se presenta bajo la forma de un elemento o de una estructura unificante (a veces una figura como el quiasmo) identificable en todos los niveles (Jakobson, 1973: 145). Lo esencial es que esta unidad determine y exija un esfuerzo para percibir cómo un elemento del texto se refiere a los otros, los transforma y crea una estructura de conjunto.
Esta unidad genera tensiones, descubre contradicciones entre los elementos o entre las estructuras a diferentes niveles. «La lengua de la poesía es el lenguaje de la paradoja», declara un representante del New Criticism americano (Brooks, 1947: 3): la literatura, por el juego de las connotaciones y por la presentación irónica de los discursos (los discursos cotidianos y los discursos de la literatura anterior), hace sentir hasta qué punto toda reducción a una posición monolítica se basa en simplificaciones. Esta presunción de la unidad hace aparecer las disonancias y produce muchos de los efectos literarios de este género.
En un tercer nivel de coherencia, la obra significa por su relación con el contexto literario: en su relación con los procedimientos y con las convenciones, a los géneros literarios, a los códigos y modelos por los que la literatura permite a los lectores interpretar el mundo. A este nivel, el texto literario ofrece siempre un comentario sobre una lectura implícita (Iser, 1972) o puede ser interpretado como una alegoría de la lectura, como una reflexión sobre las dificultades de la interpretación (De Man, 1979).
La posibilidad de leer un texto literario como una reflexión sobre su propia naturaleza y sobre el concepto de literatura hace de la literatura un discurso autoreflexivo, un discurso que, implícitamente (a causa de su situación de comunicación diferida) cuenta algo interesante sobre su propia actividad significativa. Esto no quiere decir que el texto se explique enteramente o que se domine plenamente. Las investigaciones recientes sugieren, por el contrario, que existen muchos aspectos del funcionamiento del texto que escapan a la reflexión o a la definición. En este sentido, el objeto profundo de la literatura es siempre la imposibilidad de la literatura -esta búsqueda del absoluto literario del cual la obra representa, hasta cierto punto, su fracaso (Blanchot, 1955).
Pero, para volver sobre las fórmulas más familiares que pretenden favorecer una renovación o un avance, podemos decir que la literatura es una crítica de la literatura -de la noción de literatura que hereda-, y en esto, la «literariedad» es un tipo de reflexibilidad.
Esta discusión sobre la «literariedad» oscila entre una definición de propiedades de los textos y una definición de las convenciones y de los presupuestos con los que interpretamos al texto literario. Por una parte, está claro que la noción de «literariedad» es una función de relaciones diferenciales del discurso literario y de otros discursos más, que una cualidad intrínseca. Pero, por otro lado, cada vez que se identifica cierta «literariedad», se constata que estos tipos de organización se encuentran en otros discursos. Jakobson cita como ejemplo de la función poética del lenguaje, un slogan americano de la campaña presidencial de Eisenhower en 1954, «I like Ike»: se da aquí una repetición paronomástica muy fuerte en la que el sujeto que ama y el objeto amado están completamente envueltos por el acto de amar.
Debemos tener muy presente también que una serie de investigaciones actuales -en dominios tan diferentes como la Antropología, el Psicoanálisis, la Filosofía y la Historia- han encontrado cierta «literariedad» en los fenómenos no literarios. Jacques Derrida demuestra el puesto central, nuclear, de la metáfora en el discurso filosófico. Claude Lévi-Straus ha descrito cómo en los mitos y en el totemismo se revela una lógica análoga al juego de oposiciones de la temática literaria (varón / hembra, terrestre / celeste, moreno / rubio, sol / luna).

Literariedad y ficcionalidad
Otra concepción de la «literariedad» pone el acento en una relación particular del discurso literario con la realidad: estas proposiciones se refieren a personas y a sucesos imaginarios más que históricos. (Véase Albaladejo, 1986). Creemos, sin embargo, que este rasgo tampoco es suficiente ni exclusivo.
Algunos enunciados pertenecientes a la Lingüística y a la Filosofía ponen también en escena a personajes ficticios como, por ejemplo, los que presentan una parábola o un escenario hipotético. Estas consideraciones, sin embargo, no debilitan la importancia de los esfuerzos por definir la relación de la literatura con la realidad ya que la ficcionalidad no se limita a los personajes, a las situaciones y a los sucesos imaginarios. La obra literaria es un hecho semántico que proyecta un mundo que incluye también a los narradores y a los lectores implícitos. Pero tampoco creemos que esta concepción de la literatura como ficción sea adecuada, ya que, como es sabido, la obras literarias ponen también en escena realidades históricas y psicológicas (J. Culler, Ibidem).
Se puede entonces decir que la obra se refiere a un mundo posible entre muchos mundos posibles, más que a un mundo imaginario. Ciertos teóricos, para exponer mejor las implicaciones de esta ficcionalidad, en lugar de decir que la obra refiere un mundo ficcional, amplían el concepto y prefieren afirmar que todo el proceso comunicativo es ficticio. La novela representa la acción del que describe o cuenta unos hechos.
La «mímesis» de la literatura consistiría, no tanto en la imitación de personajes, y de acontecimientos, cuanto en la imitación de discursos «naturales», de actos de lenguaje «serios». Las novelas serían las instancias ficticias de diversos tipos de libros -crónicas, periódicos, memorias, biografías, historias e incluso colecciones de cartas-. El novelista «aparenta que escribe una biografía pero lo que hace es fabricarla» (Smith, 1978: 30).
Martínez-Bonati va todavía más lejos al defender que los signos llamados lingüísticos de una obra son, en efecto, imitaciones ficticias y no verdaderamente lingüísticas (1981: 81). Hay novelas que, efectivamente, «aparentan» que son biografías o colecciones de cartas, o que ponen en escena un personaje que aparenta contar su vida, pero para la mayoría de textos literarios, la ficcionalidad no es apenas la cualidad que distingue a una novela de una biografía. Smith explica esto diciendo que Tolstoi, al escribir La muerte de Iván Ilitch, «aparenta escribir una biografía pero lo que hace es fabricarla» (Ibidem), cuando, por el contrario, Tolstoi no aparenta nada y lejos de fabricar un escrito que se parece a una biografía, se sirve de procedimientos que serían ilegítimos en una biografía y que son los propios de una novela.

Literariedad y subjetividad
Kate Hamburger (1968) distingue la literatura de los otros discursos por su poder de presentar un mundo, que abarca también la experiencia interior, desde el punto de vista de un personaje que está representado en tercera persona. El índice de esta «literariedad» es un tipo de frase propiamente literaria, en la que los elementos deícticos (mañana, ayer, aquí, allí, usted) están definidos en relación a una subjetividad (la del personaje) que está situada en el pasado más que en el presente de la enunciación.
Martínez-Bonati establece también unos modos de discursos de la ficción que no son la imitación de un acto cotidiano supuesto «real» (1981: 104). Existen, por lo tanto suficientes razones para concluir que la literatura no es una imitación ficticia de actos de lenguaje no ficticios «serios», sino un acto de lenguaje específico, por ejemplo, el de contar una historia.
Por esta vía se concluye que el discurso literario, para poseer unas condiciones de enunciación diferentes de otros actos lingüísticos, debe cumplir unas condiciones específicas. Pero nos debemos seguir preguntando por el carácter de esas condiciones específicas y más concretamente por las relaciones que se establecen entre estos actos de lenguaje del relato literario y las del relato no literario. Esta es, opinamos, una cuestión esencial para una «literariedad» ligada a la ficcionalidad (J. Culler, Ibidem: 43).

La literatura es un lenguaje
La literatura es, además, un lenguaje peculiar. Como todo arte, es un medio de indicación, significación, expresión y comunicación. Sintetizando mucho podemos definirla como un lenguaje secundario (Lotman, 1978), complejo y motivado. Todos sus elementos poseen significado, todos son semánticos (M. Cáceres Sánchez, 1990, 1991 a, 1991 b).
Afirma Bobes Naves que «la obra literaria tiene sus propias leyes: crea un mundo de ficción donde los personajes y sus conductas, el tiempo, los espacios y los ambientes se convierten en signos de un mundo coherente y cerrado» (1985: 15). Y para Talens, «El arte es un lenguaje específico, diferente e irreductible al tipo de lenguaje que conocemos como lengua natural. En consecuencia, su funcionamiento es semiótico y no lingüístico» (1978: 18).
Tras esta reflexión, creemos que es fácil advertir nuestra concepción englobadora y totalizante de la Semiótica que estudia los signos verbales y los no verbales, los naturales y los artificiales, tanto pre como post-lingüísticos. Preferimos reservar la denominación «Semiología para el estudio de las estructuras sígnicas trans o post-verbales, o sea, «segundas» frente a los hechos de lengua (Rossi-Landi, 1976: 69).
Concebimos la Semiótica, más que como una ciencia en el seno de la Ciencias humanas como un punto de vista diferente (Todorov, 1987: 27) en el conjunto de dichas ciencias. La visión semiológica de la Literatura implica, por lo tanto, la aceptación de otras disciplinas o, lo que es lo mismo, una perspectiva trascendente y pragmática del hecho y de los distintos procesos literarios. Jakobson concibe la Poética como Semiótica precisamente porque sus recursos no se limitan al arte verbal», opina Garrido Gallardo (VV. AA. 19:13). La Semiología parte del supuesto de que la obra literaria pertenece a un sistema múltiple de signos cuyos significados van cambiando a lo ancho del espacio y a lo largo del tiempo (Bobes Naves, 1974: 23).
La base de los significados literarios, de carácter simbólico y abierto (Eco, Barthes, Talens...) o, en otras palabras, su ambigüedad y su polivalencia, imponen diferentes niveles de lectura. Desde esta perspectiva, creemos que son precisamente los contenidos imaginarios los que convierten a la obra literaria en señal, signo, síntoma y símbolo, debido a la peculiar manera en que se emplea la lengua, se concibe la realidad, actúa el emisor y reaccionan los receptores.
La Semiología literaria forma parte, por lo tanto, de una teoría, tanto de la significación, como de la comunicación, y se apoya en una concepción del discurso entendido como «totalidad significante». Su primer objetivo es la construcción de una gramática capaz de asegurar el análisis de los textos y su objeto es la elaboración de una teoría de la comunicación literaria. Deberá elaborar unos principios y unas pautas capaces de orientar en los procesos de elaboración de la obra y en su lectura crítica interpretativa y valorativa (J. Trabant, 1975).
Siguiendo a Charles Morris (1968, 1985)[13] podemos distinguir la Semiología Semántica, que estudia la relación de los signos literarios con lo designado; la Semiología Pragmática, que tiene por objeto las relaciones de los signo literarios con los lectores, y la Semiología Sintáctica que se ocupa de las relaciones de los signos literarios entre sí.

La literatura como señal
La primera función que ejerce el lenguaje -todo lenguaje- es la de atraer la atención sobre sí mismo: es un grito, una llamada. La literatura, como lenguaje específico, es, en primer lugar, una SEÑAL que informa sobre la existencia y sobre la naturaleza de unos hechos literarios. Posee una serie de elementos cuya finalidad principal es hacer que el texto que se ofrece al oyente o lector sea recibido como literatura. En la literatura, la lengua y todos sus procedimientos, llaman la atención sobre sí, estimulando la capacidad imaginativa, sobre todo de carácter sinestésico.
Los sonidos o los grafemas, lo mismo que los diferentes recursos gramaticales y léxico-semánticos, a través de los sentidos, sugieren, con mayor o menor eficacia, imágenes polimorfas y polivalentes. Lo primero que dice la literatura es precisamente eso: que es literatura y que como tal debe ser interpretada: que su significado no es referencial sino imaginativo, que ha sido creado por la imaginación del autor y que debe ser recreado por la imaginación de los lectores. Según Susana Langer, las señales anuncian una situación inmanente y preparan para ella a su intérprete.
Esta propiedad del lenguaje oral es el fundamento de la explicación genética que elaboraron los sensualistas, concretamente Condillac (1715- 1780)[14] y Destutt de Tracy (1754-1836)[15]. Ernst Cassirer (1874-1954), por el contrario, opone las «señales» (operativas) a los «símbolos» (designativos).
Sostiene que el significado metafórico ha precedido al significado concreto de las palabras, y la poesía al lenguaje racionalizado, lo cual explica también el nacimiento de los mitos y del arte en general.

La literatura como signo
Todo lenguaje es, al menos, «signo». Es un medio, un instrumento, un vehículo, que lleva al conocimiento de otra realidad diferente a sí mismo. Nos habla de algo, nos refiere algo: retrata, reproduce, describe, descubre, narra... Cumple, en expresión de Jakobson ya clásica, una «función referencial» (1981).
La obra de arte y, en concreto, la creación literaria, es ordinariamente portadora de dicho contenido en mayor o menor grado. El arte realista y el naturalista, por ejemplo, se proponen como objetivo y persignen como ideal la reproducción de personas, objetos o sucesos que sirven de modelos. Mediante diferentes técnicas, según las épocas y los autores, los relatos, las descripciones, las narraciones, los diálogos... «copian» dichos motivos, temas o asuntos (D. Villanueva, 1992 a). En ocasiones, un tipo de crítica, que podríamos llamar «referencial», se ha dedicado a identificar los referentes y a verificar el nivel de fidelidad que alcanza la obra con respecto a aquél.
Debemos tener en cuenta, sin embargo, que los referentes constituyen en la literatura y en el arte en general sólo puntos de partida, ocasiones que estimulan al autor y le sugieren la creación de nuevos mundos. Son, en definitiva, elementos que, combinados de múltiples maneras, contribuyen a la creación de representaciones inéditas. En este sentido creemos que se deben entender las afirmaciones de Morris sobre el carácter «no-referencial» del signo estético. Es cierto que no mantiene las relaciones convencionales entre los signos y los objetos indicados, como lo hace el discurso científico. No necesita, por lo tanto, verificación, no exige denotación al menos total.
Susana Langer[16] que adopta la división de Charles Morris, distingue entre las «señales» que «anuncian» los objetos, y los «símbolos» que nos los «dan a conocer». «Los símbolos no son representantes de sus objetos, son vehículos para la concepción de objetos». Concebir una cosa o una situación no es lo mismo que reaccionar hacia ella abiertamente, o percatarse de su presencia. Al hablar acerca de las cosas, tenemos concepciones de ellas, pero no las cosas mismas; los símbolos significan directamente las concepciones, no las cosas» (S. Langer, 1942: 57-58).
En el acto mismo de la percepción de la obra de arte, no es necesario establecer la referencia con su objeto extraartístico, no es necesario el «denotatum», y sí con los valores de los que la obra artística es «signo»; es decir el arte es un lenguaje especial que únicamente atañe a los valores y no necesariamente a las afirmaciones o a los elementos «verídicos», propios del discurso científico o lógico. Pero, no lo olvidemos, a veces las afirmaciones del arte sirven para transmitir «verdades» y para generar o intensificar «convicciones».
La literatura puede ser, efectivamente, un instrumento de conocimiento de la realidad. Gracias a las obras literarias, podemos penetrar en la naturaleza íntima, secreta y misteriosa, de las cosas tal como las ve y las vive el hombre. La literatura no sustituye a las ciencias ni a la filosofía pero sí podemos decir que las complementa.

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